El gran desfalco: Orrego, la Contraloría y el silencio cómplice del poder

Si el Estado es incapaz de controlar sus propios recursos, si los dineros públicos se administran como si fueran una billetera personal, entonces la democracia misma se degrada.

Claudio Orrego, el gobernador de la Región Metropolitana, declaró como imputado ante la Fiscalía por el delito de fraude al fisco. Un hecho que, en cualquier país serio, bastaría para poner en pausa su cargo mientras se aclaran los hechos. Pero en Chile, el poder político parece tener un pacto de protección mutua, un blindaje que solo se rompe cuando el escándalo ya es insostenible. Las diligencias realizadas no solo en las oficinas del Gobierno Regional, sino también en el propio domicilio del gobernador, dejan de manifiesto que esto no es un simple error administrativo. Estamos hablando de fondos públicos, de recursos que debieron llegar a los vecinos y que terminaron financiando un entramado oscuro de convenios, favores y corrupción.

Lo de Orrego no es un caso aislado. Es parte de un patrón. De hecho, la arista ProCultura ya ha demostrado ser un pozo sin fondo. Una red de organizaciones que, bajo el ropaje de la cultura o el coaching, han servido como vía para el desvío de recursos. ¿Y quién paga los platos rotos? Siempre los mismos: los ciudadanos, las personas que esperan que el Estado funcione, que sus impuestos sean bien utilizados, y no para engrosar los bolsillos de operadores políticos.

Lo más grave es el silencio del oficialismo. Desde el Gobierno no han dicho una sola palabra frente al escándalo. Ni una condena, ni una autocrítica, ni siquiera una explicación. Es como si esperaran que el tiempo borre el impacto de esta bomba. ¿Dónde están los discursos sobre probidad, sobre transparencia, sobre cuidar los recursos públicos? Parece que la vara es flexible, y que la indignación solo aparece cuando los casos involucran a sus adversarios. Esa doble moral es insostenible.

Esta semana, Dorothy Pérez, subcontralora de la República, entregó una cifra escandalosa: más de 1,5 billones de pesos en irregularidades en el Estado. Sí, 1,5 billones. Es decir, miles de dólares en contratos poco claros, asignaciones directas, sueldos inflados y fondos entregados sin control. Es la mayor cifra de desorden fiscal que se tenga registro, y la pregunta que cae de cajón es: ¿dónde estaban las autoridades? ¿Dónde estaban los jefes de servicio, los ministros, los gobernadores, los alcaldes? ¿Nadie vio nada? ¿Nadie supo nada? ¿O todos callaron mientras la fiesta seguía?

Esto no es solo un problema técnico. Es una bomba política. Porque si el Estado es incapaz de controlar sus propios recursos, si los dineros públicos se administran como si fueran una billetera personal, entonces la democracia misma se degrada. La corrupción mata la fe pública, destruye la meritocracia, y hace que cualquier esfuerzo por hacer bien las cosas sea en vano.

Y a este paisaje desolador se suma el rol cada vez más cuestionado de ciertos organismos públicos, que deberían fiscalizar, pero que muchas veces terminan como cómplices pasivos. El problema no es solo de algunos funcionarios o de ciertas fundaciones. Es un modelo de abuso, una lógica de poder que se ha instalado como una segunda piel en la política chilena. Y eso tiene que terminar.

Los casos de corrupción se acumulan como fichas de dominó. Licencias médicas falsas, fundaciones truchas, asignaciones a dedo, y ahora gobernadores bajo sospecha judicial. Todo esto mientras las familias chilenas luchan para llegar a fin de mes y los servicios públicos colapsan. Es imposible no indignarse.

Frente a esto, José Antonio Kast fue categórico: en su eventual gobierno se realizará una auditoría total al Estado. Completa. Sin excepciones. No más zonas grises, no más amigos protegidos. Cada peso público será revisado. Cada contrato será auditado. Porque lo que está en juego no es solo el buen uso de los recursos, sino la legitimidad del sistema. Kast ha sido claro en que no se puede gobernar sobre un edificio podrido. La reconstrucción de Chile parte por limpiar el Estado.

Y esa limpieza será dolorosa. Implicará sacar a quienes han vivido del pituto, del favor político, del contrato arreglado. Implicará enfrentar a sectores que se sienten dueños del aparato público. Pero es urgente hacerlo. Porque si no lo hacemos ahora, cuando todo está saliendo a la luz, no lo haremos nunca.

Chile necesita recuperar la dignidad. Y esa dignidad comienza por ponerle freno al saqueo institucionalizado que se ha naturalizado con escándalos como los de Orrego. Esto no es solo una denuncia. Es una advertencia. Los ciudadanos están cansados. Y en 2025, con su voto, tendrán la oportunidad de exigir cuentas.

Y esta vez, no habrá más excusas. La limpieza del Estado no es una opción: es una urgencia nacional. El proyecto que propone Kast busca restituir el orden, la transparencia y la confianza pública. Porque sin eso, no hay futuro posible. Solo república o descomposición. La decisión será del pueblo.

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